Diego se sentó sobre unos cartones apiñados en un rincón del cobertizo y cerró los ojos. Los abrió un segundo y observó, sobre su cabeza, la soga atada a una de las vigas expuestas de aquella edificación que albergaba el auto de su padre. En el extremo que colgaba de la cuerda, se formaba una suerte de aro confeccionado mediante un nudo simple. En el campamento de scouts le habían enseñado a hacer por lo menos 20 nudos distintos. A este le llamaban el “nudo corredizo” y era, probablemente, el más fácil de manejar.
Nuevamente cerró los ojos, esta vez con mucha más fuerza. Era la última oportunidad que se daba a sí mismo para buscarle un sentido a la vida. Una razón suficiente para aferrarse a ella.
En su cabeza comenzaron a transitar rostros de personas que podrían lamentarlo. ¿Su madre? No, imposible. Se encontraba, al parecer, en un momento muy exitoso de su vida. Hace dos días la había oído en su habitación, conversando con aquel hombre que la visitaba cada mañana y, si mal no sabía, sería, en poco tiempo más, ascendida de cargo en la empresa. Probablemente pasarían semanas antes de que ella note su ausencia.
Cansado, apoyó la sien en su mano derecha y un dolor punzante le cubrió la frente. Apartó su mano bruscamente. A continuación la acercó con mucho cuidado y empezó a palpar su piel. Claro, había olvidado el tajo que atravesaba el costado derecho de su frente, como una línea oblicua. De hecho, ya casi no recordaba que, el día anterior, en la escuela, por lo menos 15 sacapuntas se habían estrellado contra su cabeza como parte de la diversión de los 20 minutos de recreo de sus compañeros.
Casi no recordaba que luego lo habían amarrado de pies y brazos y le habían rayado todo el rostro. Había olvidado, incluso, que posterior a eso se había puesto a llorar. Allí, frente a toda la clase. Había llorado, pero no de pena, ni de rabia. Había sido un llanto de desesperación. El llanto que gritaba “¡no quiero más!” con cada lágrima. En definitiva, el llanto que había ahogado durante dos años desde el día en que llegó a ese colegio; el lugar donde se había acostumbrado a convivir con su pequeño infierno.Imposible. No había forma de que su madre llegue a preguntarse por él. Si era ciega a todas las heridas con las que llegaba de la escuela, difícilmente se iría a dar la molestia de buscarlo si él no se cruzaba frente a sus ojos. Además, aquel garaje era el lugar perfecto para abandonar su miserable vida: un lugar frío y oscuro al que no habían demasiadas razones para acercarse. Cuando el olor a descomposición haya impregnado cada rincón del patio, tal vez recién en ese momento, saldrían a buscarlo.
De pronto asimiló aquella imagen en la que pensaba: él, colgando, con el rostro morado y con moscas merodeándolo, y sintió un intenso escalofrío que le recorrió todo el cuerpo. ¿Estaba seguro de lo que haría? ¿De verdad no había más salidas?
¡No! Ya no era tiempo de remordimientos. ¿Qué pensaría la Pame si lo viese titubear de esa manera? Su prima favorita había tomado la misma decisión hace dos años y, ahora, debía estar esperándolo en algún lugar. Si ella, con trece años, había tenido la valentía de hacerlo ¿qué le impediría a él, joven quinceañero, llevar a cabo su cometido?
Observó nuevamente la soga que se balanceaba desde la viga y, súbitamente, se puso de pie. En vano, trató de poner la mente en blanco, de modo que, para facilitar las cosas, optó por llenar sus pensamientos con las sonrisas de sus compañeros. Recordó cada carcajada de aquellos personajes crueles que disfrutaban con los pelotazos en su rostro, las múltiples patadas en su trasero y canillas y todas aquellas inagotables formas de humillarlo.
Pensando en cada infernal jornada escolar durante los últimos años, se encaramó al capó del Peugeot de su padre. Desplazándose casi de manera inconsciente, ascendió al techo del vehículo. Con un rastrillo, apoyado en la pared más cercana, alcanzó el cabo de la cuerda que oscilaba unos tres metros más allá, expandió la abertura del “nudo corredizo”, pasó su cabeza por él y lo cerró fuertemente contra el perímetro de su cuello. Luego, dio un paso al vacío.
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BullyingUn niño intentó suicidarse agobiado por el matonajeUn estudiante de 15 años, identificado como Diego G.P., intentó quitarse la vida, ahorcándose en el patio de su vivienda, porque sus compañeros de curso lo molestaban y lo amenazaban.El menor, oriundo de Iquique, es además primo de Pamela Pizarro, la niña de 13 años que hace dos años se quitó la vida al no aguantar las burlas de sus compañeros y se convirtió en el primer caso de ese tipo en el país
1 comentarios:
ya te deje un comentario en el careraja, pero me encanto como lo escribiste y enfocaste. =)
saludos!
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